El Síndrome de Estocolmo
Muevo la cabeza negativamente. Comienzo a hablar muy bajo:
—Es una joven muy bella, pero su trato es tan difícil: a veces dulce y a veces cruel. Me estoy reponiendo del daño que me ha hecho, pero lo más terrible es que aún siento que la quiero.
La maestra sonríe enternecida por la inesperada confidencia.
—Te voy a contar una historia, Carlos. Hace años en Estocolmo, Suecia, iba a ser robado un banco, pero los ladrones tardaron demasiado y la policía rodeó el edificio dejándolos atrapados. Los asaltantes se negaron a entregarse y tuvieron como rehenes a clientes y empleados bancarios durante ciento treinta horas. Cuando finalmente la policía logró detener a los bandidos se encontró con una joven cajera que los defendía. La chica, durante el tiempo que estuvo encerrada, mitigó su desamparo con una dependencia infantil y terminó enamorada de uno de los ladrones. Esto se tipificó como un fenómeno psicológico que se llamó Síndrome de Estocolmo.
Cuando alguien hace daño a una persona del sexo opuesto, el agredido puede reaccionar ilógicamente justificando al agresor, aliándose con él, obedeciéndolo y hasta enamorándose... Esto les ocurre a muchas mujeres golpeadas... Absurdamente aman a su verdugo. A los jóvenes mal correspondidos les sucede algo similar: cuanto más son lastimados y despreciados, más aman a la persona que los daña.
Pero el amor se da sólo entre dos. Necesariamente entre dos, ¿me oyes?
Para conformar una molécula de agua se requiere hidrógeno y oxígeno. Cada persona posee un elemento. Si aportas mucho hidrógeno, por más que lo desees, no se convertirá en agua, y si te empeñas en ver líquido donde sólo existe gas, estarás flotando en sueños imaginarios y reprobarás todos los exámenes...
Carlos Cuauhtémoc Sánchez (1997), La Fuerza de Sheccid, Ediciones Selectas Diamante, Ciudad de México
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